Suena el despertador, las siete menos
cuarto de la mañana. Deprisa y corriendo Carlos se levanta de su cama, va hacia
la cocina y allí prepara el desayuno. Sin tiempo casi para desayunar, entre
mordisco y mordisco del bollo prefabricado del Mercadona, se va poniendo la
ropa, se peina y se echa colonia. A las siete y media tiene que fichar en la
oficina. Corriendo sale de casa sin apenas escuchar a su vecina, solo ha oído
un hola.
Ya en el bus, su compañera de asiento le va contando sus problemas,
pero el ni le mira ni le escucha. Solamente desliza sus dedos sobre la pantalla
de su móvil, y de vez en cuando va soltando un “aha” o un “entiendo” .
Suena el timbre en las oficinas,
señalando la hora del almuerzo. Todos se levantan de sus departamentos y con
paso firme, sin perder ni un solo segundo, van hacia el cuarto del almuerzo. De
repente allí suena un fijo, un teléfono que siempre ha estado callado y que
nunca tendría que sonar. Alguien lo descuelga y escucha con voz nerviosa y
entrecortada preguntar por Amelia. Le pasa el teléfono y al momento Amelia
comienza a llorar como si le hubieran robado la vida. Su hijo se ha muerto, no
ha podido soportar el transplante de pulmón que le habían hecho ayer por la
tarde en el Miguel Servet.
A Carlos se le desencaja la cara, no tenia ni idea de lo ocurrido. No
tenia ni idea de que en el bus del trabajo Amelia, su compañera de asiento, le
estaba contando sobre el estado de su hijo para desahogarse mientras el en vez
de escucharla, solo la oía entremezclada con el sonido de las teclas de su
móvil